lunes

Valen las palabras.



Las palabras valen por lo que expresan, y por lo que significan, y valen por la intención que demuestran o que esconden. Hay palabras que se dicen para expresar pensamientos, sentimientos, pesares, para narrar acontecimientos, palabras que se eligen, que suben, que bajan, que suenan… …sin más palabras.

Valen por lo que manifiestan como por lo que ocultan, igualmente.
-¿Cómo es eso, por lo que callan?
-Sí, es como si las tradujéramos a escrito, -siempre el escribir es interpretar, recrear- y leyéramos entre líneas, entre las arrugas de tu boca, en tus gestos, en tu mirada que tanto dice sin hablar, en tu ropas y en tus manos, en ti, en todo tu ser.

-Perdona que te interrumpa, amor, las palabras valen lo que valen, quiero decir que a veces las palabras lo son todo pero no valen nada.
-Desde luego, no valen nada de nada. -Sobre todo las dichas por algunos don nadie que salen en los medios y cuyo linaje conocemos sobradamente. Apelan a nuestra confianza de forma imperativa: confía! Pobre de ti! Dolorosamente nos dimos cuenta de que hubiera sido mejor para nosotros el no provocarlas, el no pronunciarlas, pero ya que esto último está fuera de mi control, al menos hubiera sido mejor no oírlas, u olvidarlas, qué se yo, porque me las creí y actué engañado en su consecuencia. El daño fue hecho, las acciones inducidas, el dolor ocasionado, por las meras palabras.

-Pero no siempre es así, las palabras valen por lo que dicen cuando la intención sigue a las palabras.
-Raro especimen: La palabra de honor. -Cómo nos han cambiado los tiempos. Antes, cuando una persona aludía a su honor -concepto hoy en desuso- era para dar un plus de seguridad al destinatario en el cumplimiento de lo aseverado. Te daré, tomaré, haré, no haré, consentiré que, cualquier fórmula adquiría un tinte serio y elevado, contractual, lo que implica una obligación futura de hacer o no hacer. Podía exigirse ante la justicia el cumplimiento de la palabra dada. Sí, eso que suena tan excepcional era la norma común hace muy pocos años, apenas en el siglo pasado.

-Hoy?
-Hoy no. Tu palabra apenas tiene el valor de un testimonio a prueba futura de conformidad: tu palabra contra la mía. -La voluntad endeble y voluble por encima del compromiso. Digo sabiendo que mañana me puedo desdecir libremente.
 -No me digas ya nada, no me fio ya. No prometas. Tantas me han hecho ya. Quiero ver actos firmes. Quiero ver que tu actuación sigue a tus palabras. Mejor no digas nada. Hazlo ahora, pero calla.
-Pero es que en el fondo esperas oir y ver, ver y oir, como una contradicción. Al menos, oir. Al menos, oír una quimera.

-Palabras! -Valen no por sí mismas, sino por la intencionalidad de quien las dice, incluso cuando no tiene intención de cumplirlas, vale la intención, no las palabras. Son las reglas del juego.
-Las conoces ya?
-No.

-¿Cuántas palabras se dicen para quedar bien, sumidos en una hipocresía social sin límites?
–Si. Pero son inútiles estas palabras, sólo calman. -No herir, evitar ser heridos. Nos reconocemos cuando hemos pedido una opinión favorable, que no arañe nuestra autoestima ya dañada por palabras de antes hirientes como cuñas.

Palabras que no se dicen. Es normal no decir lo que se piensa. Es incluso, consejo de antiguos sabios el callarse lo que se sabe o lo que se opina, el cerrarse a ofrecer opiniones certeras o hirientes. El negarse a abrir los pensamientos y sentimientos, e identificarlo con ofrecerse en plena vulnerabilidad al posible amigo, futuro enemigo.

Palabras que sospechamos desde entonces que serian mentira. Pero qué bonitas palabras oí de tu boca! Me prometiste amor eterno, me diste la vida, toda tu vida para vivirla conmigo, vendrías siempre…
-Ay, las palabras de amor están destinadas, por su propia imposibilidad, a su no cumplimiento.

Palabras que al menos valen para recordarlas, aunque quien las dijo no tuvo intención de cumplirlas jamás. Ni nosotros le creímos.
-Pero, ¡qué bonito ese momento,  qué regalo para los oídos. -Que dulce incluso rememorarlas, aunque me duela comprender ahora que nunca tuvo la intención de hacer realidad esas palabras que crearon en mi interior una ilusión cuyo recuerdo persiste incluso pasados los lustros del tiempo! La fuerza de tales palabras fue el crear imágenes y anhelos en mi corazón, pero cuyo valor se reduce al valor de un sueño. Inmenso mientras se está soñando.  Vacuo al despertar.

-Te doy. Me arrepiento. Te quito. 
-¿Jugamos? Perdona, pero no.  -Entre las primeras tres frases de este párrafo se esconde todo un mundo de sentimientos. Agradecimiento, contento. Incredulidad. Frustración. Dolor. Resentimiento. No se olvida tan fácilmente las consecuencias de tales palabras aunque dichas sin intención de convertirlas en realidad. Su poso es más perdurable que el sonido, pues está podrido y viciado de pasiones que hicieron y deshicieron su camino en el corazón. Rasgan amores, rompen amistades.

-Te daré.
-Oh, me olvidé.
-Haré.
-Perdona, se me fue. -Qué rápidamente se torna inútil tanta promesa, si las palabras son tan fáciles de olvidar y es tan usual el aceptar el olvido y conceder el perdón. Perdona, pero esto no funciona así.

 Hemos aceptado ya definitivamente, el nulo valor de la palabra? Puede que sí. O puede que no. Reflexionad. Tal vez fuera ésta mi intención.