martes

Uno al año.










Sucedió después de un suculento almuerzo entre amigos. Nos soltamos, charlamos, reímos, bebimos, comimos... nos mojamos. Más que comida, fue comilona; cuatro platos, tres caldos, cafés y licores a mansalva... No me sentía pesada, qué va, ni cansada o somnolienta, sino con ganas de trote; así que volvimos al hotel paseando y bromeando. Más bien diría insinuándonos.


Él sostuvo el paraguas todo el rato sobre mi cabeza lo que le obligó a permanecer a mi lado y me llegó a sujetar el hombro por detrás; diríase que me acariciaba, esa sensación perdida en los archivos de la memoria y recuerdo haberme sentido reconfortada, si ese calificativo fuera aplicable al frío y la humedad del que me protegía con su cuerpo. Estaba de un humor excelente, un tanto achispado; bueno, estábamos.


En resumen y para no cansar, se dieron objetivamente las condiciones todas ellas favorables a provocar el acercamiento sexual entre dos adultos humanos y de cualquier raza. Que hubiese sido lo normal y apropiado, con la excepción de que ésto te pasase precisamente con aquél que ha sido durante años tu pareja. Lo digo porque con quien se conoce tanto a veces las cosas se complican.


En principio, nos fuimos con la pretensión de hacer la siesta y descansar ya que habíamos quedado también para cenar, pero yo en seguida predije que no. Que las condiciones eran extremadamente favorables. Que tocaba ese día, vamos. Esa siesta era la del año que no hace daño. Regresamos con alas en los pies. 


Me demoré tres minutos en el baño, justo para lavarme los dientes, y quitarme la ropa ante el espejo, toda la ropa, y me perfumé. Me tendí en la cama al lado de aquél que decía ser mi marido, -porque a mí me llamaba su mujer- y algún día lejano fue un hombre. Mi hombre.


Él estaba de espaldas y yo le rocé con la mano la zona lumbar y las nalgas, insinuante. Nada.  Insistí un poco más arriba. Giró unos grados la cabeza hacia mí y apenas me miró unos segundos. Me dijo: —Te vas a enfriar. Y se dió la vuelta.


Me enfrié de golpe.—¡Joder! —pensé yo— ¡cúbreme tú! Pero las palabras se ahogaron en mi garganta.  Pues claro que cogí frío, en el cuerpo pero un poco más en el alma. No insistí y... acabé haciéndolo yo solita. Y no te voy a contar más, ni el qué.


Sólo te diré que aquélla vez que lo intenté fue... la última vez.




Durante mucho tiempo pensé que de aquel desplante y de otros por el estilo tenía yo la culpa, que la responsabilidad era siempre mía buscando aquélla frase que le hubiera molestado, la actitud en la que había fallado sus especttivas, desvalorizándome y minando mi autoestima...  o sea, como de costumbre.


Me han costado muchas sesiones de psicoterapia y superar la menopausia para comprender que un hombre si no puede, no quiere; o hace como si no quisiera, que duele más pero le deja a él a salvo de humillaciones; o lo intenta de manera tan burda que  te obliga a rechazarle, lo que viene a ser otra forma de evitar el encuentro y de trasladar la responsabilidad —aparentemente— a la parte más vulnerable psicológicamente.


Un polvo al año no hace daño. No claro, si nadie dice que duela, sino todo lo contrario. Lo que duele es que quien tengas al lado no quiera hacerlo. Y lo jodido es que quien tengas al lado ni quiera ni pueda hacerlo. De acuerdo. Uno al año no hace daño. Y ya va tocando, el del año pasado.


Pero uno al mes tampoco hace daño y debe ser más sano, digo yo. Se me ocurre así a voz de pronto que tonifica la piel, que adelgaza, que pone buena cara, que satisface y que te ahorras una pasta en gimnasio. Definitivo. Me quedo con uno al mes.


Sólo que enero es un mes cabrón. Todo va más caro que en diciembre, donde además nos gastamos la paga y la extra, sí, ésa que no nos dieron. Y total, aquí sólo se levanta la cuesta de enero, que parece la subida al everest. Lo otro se queda en el campamento base sin salir de su tienda de campaña.


Y por si fuera poco, hace un frío que pela, claro. A ver quién es el guaperas que intenta ponerse en bolas a cuatro bajo cero. Es que ni se las debe de encontrar. Yo no me caliento lo suficiente para despelotarme ni al lado de la estufa. O sea que ahora va a ser que hoy no quiero.


Ya llegará el calorcito en forma de sol o en forma de leño. Uno al mes, lo tengo entre mis deseos anuales para este año trecésimo, y de momento no se va cumpliendo, será que no he expresado bien mis deseos y sentimientos.

¿Cuánto queda para que acabe el mes? Una semana... Pues eso, semana, mes o año. Uno al año no hace daño, sobre todo, si toca mañana. 


ALz.





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2 comentarios:

  1. Me ha costado "comprender que un hombre si no puede, no quiere; o hace como si no quisiera, que duele más pero le deja a él a salvo de humillaciones; o lo intenta de manera tan burda que te obliga a rechazarle, lo que viene a ser otra forma de evitar el encuentro y de trasladar la responsabilidad —aparentemente— a la parte más vulnerable psicológicamente". Lo has expicado tan bien, ALZ, que me saco el sombrero (bueno, la boina de lana). Me has hecho brillar el ojillo, una lágrima bailando.
    Es lo que yo siempre supuse.

    ¿Uno al mes? Ya me parecía poco uno a la semana...
    Esto baja que da asco.
    ¿Uno al año?
    ¡Empezamos bien! :P
    Gracias, ALz. Me se sentido comprendida.
    Bss

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  2. Así es, Uol.

    Nosotros, los de la cultura del querer es poder, nos disfrazamos de falsa voluntad y le damos la vuelta al dicho.

    No se comprende que el coíto es una ínfima parte del sexo. Que el sexo en una pareja son manos, son caricias, son abrazos, son boca, son lengua, son besos, son oídos, son palabras, son miradas...

    Cuando no se puede, queda el quererse. Pero cuando no se quiere, no queda nada.

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