viernes

El cuadro blanco





Pasé por delante y ni me fijé. Eché un vistazo general a a la sala, y me fuí directamente a la pintura que más me interesó.  Estuve unos minutos; después volteé lentamente, y entonces lo ví. El cuadro blanco. Confundiéndose con la pared. Uau.

Los hay que tener bien puestos para colgar un cuadro así en un museo.


Un día no hace mucho, formando parte del Programa Avanzado de liderazgo de INNOVA, en el MACBA, me dieron una obra a elegir. Yo debía comentarla a un grupo de personas de mediana edad y diversa procedencia, en su mayor parte titulares y altos ejecutivos de empresa. 

Me tomé muy en serio mi tarea, vine con zapato plano, y comencé la visita con ánimo de exahustividad: pretendía verlo todo, hacer que mi elección fuera tan memorable como las grandes obras que allí se podían contemplar; al fin y al cabo, mis compañeros conocían perfectamente mi faceta de pintora además de abogada y se despertó una cierta expectación.

Estuve y me entretuve lo que deseé, inspeccioné todas las salas con espíritu crítico, buscando la pintura que me asombrara, que me identificara, que me gustara, que me desagradara, que odiara, que me impactara, que despertara mis instintos y sentimientos, preparando mi intervención ante los miembros del Programa especialistas cada uno en su tema y vagando por las salas en busca de lo mismo que yo.

Mi elección, en las fantasías de esa gente, debía de ser la leche. Entre todas las pinturas que había en las salas, en todos los pisos, -ya me dolían los pies y me tomé no se cuántos cafés con leche en cafetería, a solas con mis pensamientos-, elegí un acrílico sobre bastidor, absolutamente blanco. La primera vez que pasé ante la obra me pasó absolutamente desapercibida; en realidad, pensaba que no era más que un tabique de pladur del museo. No miento.

Sin embargo, al volver sobre mis pasos para tener una visión global de la sala, el inmenso cuadro en blanco llamó poderosamente mi atención. Era una obra importante, pero ni siquiera quise recordarme del nombre del autor.

Lo primero que pensé era que aquello era una burla, basura de la que abunda. A mi mente acudieron mil argumentos, y me costó discernir el valor de la pintura en aquel entorno. Mi reacción osciló entre la repulsa más absoluta y la atracción meditativa hacia lo que estaba viendo, que en poco o apenas en nada, se distinguía de la pared. Me fascinó. Así, pues, estaba ante mi obra: la que más convulsión sentimental me provocó entre el empacho de tanta obra maestra.

Al cabo de media hora de observación, muchas cosa podía decir sobre aquella obra, todo lo que a mí me inspiraba, que era mucho. A la hora convenida, llegó mi turno de intervención, y mis colegas acudieron a la sala de mi elección, y allí estaban todos pendientes de mis palabras: éramos unos quince; pero paulatinamente fue añadiéndose gente al grupo. Al poco, se reunió un gentío alrededor, escuchándome, debieron pensar que era un reputada guía o una experta en arte contemporáneo, -que obviamente no lo soy ni lo llegaré a ser nunca-; pero yo no veía a nadie, ni a quien tenía delante, pues sólo tenía ojos para el vacío, para el blanco y para el palpitar de mi corazón.

Y para sentir y transmitir la pasión que despertó en mí. El cuadro en blanco era el todo y era la nada. Era la total ausencia de color y era la totalidad del espectro. ¿Lo comprenden? No se trata de pintura, sino de pintura unida a una profunda reflexión metafísica, -de la que no recuerdo ni la mitad- Creo que estuve más de media hora, y terminaron aplaudiendo gente que pasaba por allí. Todavía no sé por qué, me imagino que les clarifiqué la mente respecto a aquélla pared blanca con un inmenso cuadro blanco por el que algunos pasaron y no llegaron a ver.

ALz.



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