No sé por qué insistimos en confundir especies y le ponemos significados humanos a los animales y animales a los humanos. Y mucho menos lo comprendo cuando se trata de viandas, que debieran ser sagradas o al menos respetadas por el mero hecho de serlo, porque entran a formar parte de nuestra propia naturaleza, que mira tú por dónde, también comparte bestialidad con las bestias, aunque embebidos en nuestra propia soberbia, a menudo se nos olvide.
La cuestión es comerse el pulpo y tarro a la hora de comer, o mejor dicho, de cenar... Ya bueno, ya me entiendes, no voy a mostrar respeto por mi vianda, no te extrañes que cuando digo eso de alguien no me estoy refiriendo a la comida, sino más bien a ser comido, mordido, lamido, a ser sobado por alguien con tantas manos como Krisna, o como un octópodo que se arrastra, pegajoso como éste; mira tú que coincidencia o conexión neuronal atípica comida-manos, el que conozca qué se siente, que lo cuente, porque yo no me acuerdo, desafortunadamente. Los pulpos se saborean, raras veces se tocan, aunque a éste, de tan apetecible y quieto, y para saberlo, me dan ganas de comérmelo con los dedos y de chuparlos después. Y lo haré y en cuanto dejen de mirarme... A la cubeta del blanco helado los sumergiré. Me chifla.
A mí eso de estos cefalópodos y de los tentáculos me trae recuerdos de la adolescencia. Hace mucho tiempo que no digo eso de nadie ni me lo dicen y que tampoco lo oigo decir. Así que tiro de recuerdos, que afloran felices sin ser llamados demasiado, y me voy directa al verano aquél entre la dureza de las rocas en el acantilado y nuestra propia turgencia juvenil, jugábamos a sentir cómo se escurrían los cuerpos entre los ansiosos dedos mojados, cazando a animales y a personas, qué pulpo intentaría escapar del redil y al fin lo conseguiría... A mí siempre se me escapaba alguno chiquito, casi sin querer, pero queriendo al fin. También era de las que huían, al menos hacía como que lo intentaba. Nunca pude sostenerme en el agua resbaladiza y quedarme mientras lo intentaban. Sé lo que es sentirse comer con la mirada, -al menos no patas-, de ocho ojos lascivos desde la orilla mientras alardeábamos cada cual más alto, arriba en la roca, y mientras nadábamos, sobábamos cada vez más abajo los cuerpos. Tubos, patas, aletas, tetas, tentáculos, sudor y el olor del mar.
Me lamo los labios y voy a seguir cenando. Disculpa. Prometo portarme. Han sido unas imágenes y el impulso de compartirlas contigo y ésta es la excusa perfecta para poner aquí el pulpo humeante del restaurante donde Jaume, pero qué bueno que están.
ALz.
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