Hoy voy a sugerirte que indagues en Tí mismo con la propuesta del título de este post: decir lo siento; léelo y, mirando hacia tu interior, medita mis palabras; no hace falta que respondas, y menos que me des a mí la respuesta, o tal vez sí; si lo deseas, puedes mandarme tus comentarios, en público o en privado.
Esta vez te voy a molestar precisamente a tí porque eres mi lector/a, quizá también mi amigo/a y sé que te darás por aludido/a, porque alguna vez has dicho o no has dicho lo siento. Eres una persona única, especial, una persona que con sus defectos y virtudes se cree perfecto/a -como todos nos creemos internamente que somos-. Don't worry. Moléstate con lo que voy a decirte, yo te perdono de antemano. Será señal de que, lo que aquí digo, habrá tocado una fibra sensible en tu interior. Así y todo, creo que te voy a plantear la pregunta en tercera persona. Sin ánimo de ofender pregúntate:
-¿Nos cuesta decir lo siento?
Respuesta: -Sí claro, qué evidente. Nos cuesta taaanto decir lo siento.
-Nos cuesta más sentir que lo sentimos.
-Sí, es verdad. Nos cuesta mucho decir lo siento sintiendo lo que se dice.
Vale. Ha pasado lo más duro; prueba superada. Ahora vamos a ampliar la pregunta, recorriendo por las implicaciones que comporta; se me ocurren las siguientes, pero hay más, lo sé:
-¿Somos conscientes de nuestras limitaciones, de que como personas humanas no somos infalibles sino todo lo contrario, es decir que nos equivocamos repetida e insistentemente en nuestro día a día?
Intelectualmente sí; pero, preguntados si actuamos en consecuencia con esta creencia, me temo que resulta que no. Creemos siempre tener razón. Nadie cree equivocarse; ni el asesino más abyecto reconoce haber obrado mal o equivocadamente. Cree tener una justificación para sus actos.
- ¿Somos conscientes de que con nuestra actuación y con nuestras palabras podemos herir o dañar a las personas que nos rodean y que de hecho lo hacemos cotidianamente?
Seguramente sí, pero acaso no nos importa. Recuerdo más de una vez haber sufrido perjuicios con las palabras y con los actos de alguna persona y que no le importara en absoluto, o que se negara a sí mismo el haber producido daño, o que se regocijara, incluso. Es un ¡toma, que ya te apañarás! Hay gente que hace daño por el placer de hacerlo, y los hay que no obtienen ningún tipo de beneficio a cambio, ni siquiera el placer derivado de su sadismo. Podría dar algunos ejemplos entre la gente de mi entorno, y tú también podrías respecto al tuyo. A mis ojos, esto es maldad genuina, aquí no valen los perdones; ni los concedo.
Del otro lado también recuerdo algunas veces que no me ha importado herir con mis palabras a personas que sí me importan. Tú también tendrás ejemplos, supongo. Aparte del desahogo momentáneo de la ira, me pregunto qué ganamos con eso. ¿Provocar una reacción negativa en la persona receptora? Nadie nos ha tratado mejor ni se ha comportado mejor tras unas palabras hirientes, una regañona a destiempo o una pérdida de control. Sin embargo, yo no recuerdo haber hecho daño conscientemente a nadie; ¿quizá de forma inconsciente? Seguramente sí, supongo.
- ¿Sabemos que hacemos más daño a quienes más nos importan, a quienes tenemos más cerca, a nuestros amigos, a nuestros seres queridos, a nuestros colaboradores, que les hacemos daño despreocupadamente y sin lamentarlo apenas, creyendo que como nos tienen un cierto aprecio nos perdonarán después una y otra vez?
Sí, solemos saberlo, solemos hacerlo. Pero lo obviamos, confiamos en que son fuertes y la relación resistente y nos perdonarán con la rapidez y bondad de la familia con la que compartimos techo. Pero pasa mucho tiempo, para que madure el perdón, y en las relaciones sociales, la confianza tarda mucho tiempo en ganarse y muy poco en destruirse. Con unas pocas palabras podemos echar a perder una relación en la cual hemos invertido años y esfuerzo en construir.
- ¿Cuántas veces nos hemos ido sin pedir perdón, sin decir lo siento, cuando hubiera sido lo que hubiera tocado, lo que debiéramos haber hecho? Innumerables, sin más comentarios. Recuerda algunas de esas veces. Ves cómo a pesar del tiempo transcurrido, aún sentimos vergüenza de ello.
- ¿Acaso nos supone una humillación el hecho de pedir disculpas? ¿Es acaso humillante reconocer el error para quien se ha equivocado o ha producido daño, en otras palabras, resulta denigrante el reconocimiento de las propias incapacidades?
Sí, supongo que sí. Para algunos al menos que no pueden bajarse del burro. Creen que deben ser perfectos y aunque se sepan equivocados defienden su postura a ultranza con mil argumentaciones; sucede a ciertos miembros de la clase política, a quienes les humilla encontrarse fallos y miden con distinta vara a los adversarios que a sí mismos; pues cometer errores, a sus propios ojos los convierten en indignos seres humanos. No se lamentan ni reconocen que han obrado mal, que han sido injustos, que se les ha ido la mano, que han metido mano a la caja. Indignos, en realidad es lo que son. Conozco una persona que me ha dejado de frecuentar -de venir a mí- y casi de hablar desde el día en que supo que yo sabía de sus errores, por no decir actividades delictivas. Me las contó su mujer. Se siente humillado ante mis ojos y hace como si no me viera cuando me ve.
- ¿Acaso no es de sabios el rectificar, es que preferimos acarrear la culpa y el remordimiento de la actuación indebida, del orgullo mal entendido? Reconocer un error, ¿descalifica a quien lo hace? o por el contrario, ¿demuestra su capacidad para la autocrítica así como sentido de la humildad?
¿Tú tienes ya la respuesta en tu interior? Yo sí. Es de sabios reconocer los propios yerros, rectificar y excusarse, pero sin duda quedan muy pocos sabios entre nosotros. El peso de la culpa acompañará a muchos mientras vivan, penando así sus errores. Ni una sola palabra limpiará ese remordimiento que se les queda dentro. Y cuando te vean, tu sola presencia se encargará de recordárselo. ¿Te suena esto?
Sabemos que a veces, por la magnitud del daño infringido, disculparse no es suficiente. Deviene imprescindible una actividad encaminada a reponer las cosas a su estado originario o a la satisfacción de los gastos producidos. Pero no vamos a hablar aquí del derecho de daños, sobre esto se han escrito tratados a montones desde los jurisconsultos romanos -quienes resolvieron algunos casos memorables como el choque de carros en el capitolio-, y nada hemos de añadir a la regulación actual, intensamente aplicada por los juzgados y tribunales de todos los órdenes. A menudo nos han de obligar a rectificar y a indemnizar, ante la propia carencia de voluntad; pero no voy por ahí. Esto sería objeto del otro blog.
Voy a entrar aquí en los pequeños y contínuos daños que se producen, que producimos, en las relaciones cotidianas con las personas con las que interaccionamos, sean nuestros conocidos, amigos, familiares, clientes o incluso desconocidos. Quiero referirme a los supuestos que podríamos calificar como de baja intensidad del descuido formal, a aquellos casos en que disculparse mediante unas palabras dirigidas a quien antes hemos tratado de modo descortés, es conveniente; muchas veces unas palabras son suficientes, o si no lo fueren vale la pena intentarlo. Si la disculpa no es sentida, también resulta válida, como una norma establecida de educación, que es más que nada.
¿Y por qué digo esto? ¿Qué valor tiene una disculpa de cortesía, si al expresarla no la sientes en el corazón? Pues algo conserva, porque puede que no tenga el valor de acto de contrición, ni sirva para la confesión, en el caso de que la practiques. Me explico: desde el punto de vista de la persona que emite la disculpa simulada, no tendrá apenas repercusión interna. No le servirá para mejorar, ni para enmendar su comportamiento cara al futuro; sus palabras al no ser sinceras cabe que la otra parte se aperciba de ello. Únicamente demostrará un respeto mínimo respecto de las convenciones propias de la sociedad occidental en que vive. Bueno, ya es algo.
No olvidemos que mirando la situación desde el otro lado, la disculpa tiene a nivel individual, una repercusión positiva en el ofendido: un valor de restitución unido al deseo de ganar su voluntad o su perdón; y a nivel colectivo, el hecho de pedir excusas tiene un indiscutible valor social, de restablecimiento de la paz, de las relaciones deterioradas entre los seres humanos. Creo que no hace falta que me extienda más en esto.
Ofrecemos un futuro de mutua consideración
En mi opinión, si somos nosotros quienes las ofrecemos, la disculpa tiene el valor indudable de hacernos sentir mejores personas; que hemos sido capaces de escuchar al otro, de hacer saber a esta persona que nos importa y que le tenemos muy en cuenta. Cara al ofendido, la disculpa le transmite que nos preocupa a nosotros lo que le preocupa o le pase a él o ella. De que empatizamos, que comprendemos sus tribulaciones y que somos capaces de ponernos en su lugar, aunque no lleguemos a comprender de qué manera le afecta o el alcance del perjuicio sufrido. Para ambas partes: la disculpa tiene un valor inestimable para la convivencia futura. Solamente nos disculpamos con alguien cuando tenemos intención de que la relación se prolongue en el tiempo. Si no, no perdemos el tiempo, nunca mejor dicho.
¿Por qué nos cuesta tanto, entonces, pedir perdón por nuestras faltas y errores si conocemos los beneficios que todos obtenemos con ello? ¿Acaso no nos han enseñado a decir perdona? En casa y en la escuela, y en las diversas confesiones religiosas, nos enseñaron a pedir perdón y arrepentirse desde niños. Forma parte de las normas básicas de la educación cívica o religiosa decir lo siento cuando hemos herido u errado. Entonces, es que no hemos aprendido, o lo hemos desaprendido por el camino de la adolescencia a la madurez. No creo que, al menos en nuestra cultura occidental, hubiera familia que se olvidara de enseñar esto, como no fueran de psicópatas, que de forma patológica no empatizan con el dolor ajeno. Yo no lo concibo posible, pedir perdón forma parte de la socialización de las criaturas, la escolarización de los niños es obligatoria desde hace décadas, y en los colegios y en las iglesias de todo tipo se ha hecho especial incidencia en las normas morales y de convivencia, tan necesarias por su propio carácter y naturaleza. Por favor, discúteme esto, ¿a tí te han enseñado a pedir perdón, cómo ha sido en tu caso?
Yo sólo puedo opinar respecto a la educación recibida por quien escribe en una institución laica; que me enseñaron una más entre las normas sociales, desde luego, a pedir perdón, pero desde la distancia aprecio diferencias sexistas en ello. En casa y en la escuela incidieron sutilmente en la conveniencia de que las chicas siempre pidieran disculpas aunque el hecho no lo mereciera, que no molestaran, se mostraran convenientemente sumisas y sonrientes, no provocaran el mal genio ajeno, seguramente, pienso que para protegerlas de sus temibles consecuencias; así me comporté yo en mi infancia hasta que me revelé a ello; mientras a los chicos, desde la igualdad teórica que ya se predicaba, en la práctica se les estimulara la innata agresividad, el exigir sin corresponder, el tomar sin pedir permiso, el empujar sin pedir perdón por ello... la falta de educación, en suma. Muchas mujeres han padecido desde antaño todo tipo de agravios pasivamente, disculpándose cuando no había motivos para hacerlo, sólo para pasar desapercibidas. ¡Llegando al extremo de disculparse con el ofensor! Como una amiga muy bien educada que tengo, que hace unos meses le dieron un empellón para robarle la cartera en el metro de Barcelona y dijo lo siento al ladrón. Desde luego, volverá a ir en taxi.
En definitiva, habiendo recibido una educación desde casa y escuela en teoría similar, pero tan diferente en la práctica, encontramos una carencia emocional en algunas personas, mayoritariamente del género masculino, que debe sumarse a su científicamente constatada deficiencia de origen genético para empatizar o para comprender los sentimientos de los demás. Con honrosas excepciones. Carencia que no es una ventaja ni les produce más felicidad.
La incapacidad de saber decir lo siento cuando es preciso.
Me resulta incomprensible que una persona educada en nuestro ámbito judeocristiano, en este mundo occidental, sea incapaz de asumir un hábito pacificador cual es decir lo siento cuanto ha errado, cuando se ha descuidado, cuando incluso sin querer ha producido un daño o cuando con sus palabras puede ofender a alguien... Pero es así, tenemos tantos ejemplos cotidianos de ello. Personas de buena reputación, de buena educación, personas de cierto nivel social que no se disculpan nunca, que se creen que pueden pasarse con los demás, que todo les es debido. Qué es esto: ¿narcisismo, orgullo mal entendido, personalidad arrogante y avasalladora? Yo te lo diré: se trata de una disfuncionalidad mental que provoca una falta total de empatía con el padecimiento ajeno; poca o mala o nula educación a pesar de las apariencias y de los esfuerzos de sus mayores; carencias profundas de autoestima; indicios de psicopatía. De todo un poco o un mucho habrá, según los casos. No digo que sea enfermedad, porque eso sería un disculpa y no es mi intención.
Es beneficioso y resulta extremadamente fácil articular unas palabras de disculpa.
Y produce tan buenos réditos, decir lo siento, para quien lo pronuncia, y para quien lo recibe. A menudo unas palabras por sí solas son capaces de restablecer relaciones deterioradas por los excesos del pasado. O rotas precisamente a consecuencia de su omisión: no le hablaré más por su falta de sensibilidad. Únicamente se esperaba unas palabras amables de disculpa. Tanto que nos gastamos en coaching, en consultores, en psicólogos, en médicos y en abogados, y resulta que tan sólo nos hace falta un poquito de humildad, la suficiente para reconocer que nos hemos equivocado, que hemos provocado un sufrimiento sin pretenderlo, que lo lamentamos, y que la otra persona nos importa, y que queremos seguir relacionándonos con ella en un futuro.
Es un método curativo para instaurar en nuestras relaciones la paz social, que tanta falta nos hace estos días en que todo el mundo nos deseamos felicidad.
ALz.
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