Me parece que fue ayer pero no. Hace ya tantos ayeres de aquel entonces contigo, amor, que soy otra y sin embargo soy la misma de antes. En el mismo sitio. En el mismo momento. Recuerdo que llegué cansada y con mucho frío a casa y tú me acogiste en tus brazos de camino al sofá.
Una de las primeras noches, gélidas, de invierno, y tú me mirabas con tu dulce mirada gris enamorada. Me descalzaste y posaste mis piernas en tu regazo. Te frotabas las manos y exhalaste lentamente en tus palmas todo el aire cálido que albergaban tus pulmones y tus manos devinieron curativas.
Cuando tomaste mis pies como témpanos en tus manos -transformados en un cuenco ardiente y protector-, el aliento y el calor comenzó a volver paulatinamente a mi ser mientras tú me dedicabas unas caricias largas y pausadas, como olas que subían por el empeine, como pellizcos que buscaban la sangre en los talones; y tu atención iba de lado a lado, de más arriba a más abajo, y te empeñabas en ejercer la presión en unos puntitos imaginarios bajo los tobillos y de nuevo buscabas a los lados y hallabas y allí te centrabas, rompiendo mi resistencia y luego volcabas tu pasión más abajo, sabio puñetero, y yo me desvanecía ante tus ojos felices y mi desvarío de placer llegó al acercar los dedos a tu boca soplando, besando, uno a uno, mordiendo, estirando y retorciendo y mojando en tu saliva mis pies y yo perdí la noción del tiempo y el conocimiento y todo mi ser y desperté cuando tus besos buscaban mis corvas y tus manos en mis caderas el amor...
Y luego dormí largamente hasta que cayó el atardecer sobre el paisaje y ya ves, hoy sólo tengo tu recuerdo y la capacidad de soñar...
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