Ella decía que no me daba a valer lo suficiente.
Desde luego, pienso que tenía razón, y entonces también lo creía. Ello no
evitaba que le odiara cada vez que pronunciaba la fatídica frase. Porque con
eso ella lo arreglaba todo y todo quería significar y yo no pillaba nada. Le odiaba en ese momento por su superioridad, porque me quedaba desconociendo en qué
había fallado ni cómo debía actuar en adelante y porque era tan honda la
humillación que ni me atrevía a preguntarle qué había querido decir, y si
alguna vez lo hice, no me lo explicó, no quiso o no supo, y no lo hizo. Bajo un lenguaje antiquísimo y críptico y tras su mirada escéptica en exceso para mi gusto, atendía mis explicaciones y me sonreía con
esas palabras cuyo significado yo sólo entreveía y a cuyas exigencias sólo en
parte atendía por mi propia falta de madurez y entendimiento. Décadas después, reconozco
ya desde la humildad que aporta la edad que adolezco de idéntico defecto, y aun así sigo
sin entenderlo del todo.
Un aspecto que no tiene que ver con esto que digo y que
merece mención aparte es la teoría de la
propia validez. Desde este punto de vista darse a valer representaría el
orgullo del propio ser: de ser quien soy, de ser como soy. De mis capacidades
mentales y de mi persona física, bueno, de eso, casi todos dudamos. Sentirse perfecto/a,
completo/a; es el cuidado que me presto porque me amo ante todas las cosas. Es
reconocerme que soy importante, valioso/a y merecedor/a de Amor con mayúscula, -ante todo del propio- como diría Louise Hay. Ciertamente la teoría es muy acertada, pero a menos que
crea en la virtud de la prepotencia, no me sirve para mi vida cotidiana.
Vamos a aceptar que darse a valer es reconocer el
propio valor como ser vivo, como persona, como ciudadano. Ah, pero también incluye el hacer que otros lo reconozcan
y lo respeten. Es componente esencial del valor poner límites al comportamiento de los
demás cuando nos atacan o nos dañan o pretenden lo que nos pertenece. Aunque se pierda, aunque se gane. A
veces no sabemos o tardamos en reaccionar, o lo hacemos con el silencio y desde el
sufrimiento, aportando distancia. Desde la incredulidad y el estancamiento. Otras irrumpimos
violentamente y la ira nos invade, calentando las propias estructuras. Ocasionalmente, desde la asertividad
reflexiva, mediante la escritura y haciendo uso del derecho. Tanto la mera retirada, como la propia lucha, en ocasiones nos lastima, nos honra y nos
ennoblece; hay que asumir pues, las consecuencias de la actitud resistente o
combativa.
Es muy posible que darse a valer tenga algo que ver, aparte de con la estima propia, con la autosuficiencia. Por otro lado que no opuesto, con
la necesidad que tenemos de los demás, de lograr su cariño y su compañía. Cuando
uno está sumido en el amor romántico, hace lo que sea, se arrastra si es
preciso, para lograr un pedacito de algo que se asemeje al concepto que tenemos
de amor. Acepta patadas y las transforma en caricias. Recibe desprecios y los justifica como merecidos y no pertenecientes a la personalidad del agresor. Semejante lo que sucede en nombre de la amistad,
por recibir un pellizco de cariño, uno hace también de lo no deseado hasta lo
despreciado, degradándose ante la propia mirada, incluso ante la ajena. Por
elevar y lograr la estima de los demás, degradamos nuestra propia autoestima
hasta perderla.
Hacerse valer tiene que ver con exigir el respeto
debido a los demás. Se dice que serás tratado como permitas que te traten. Que
el respeto se gana, si, pero te encontrarás con resistencias siempre que convenga. Con personas manipuladoras, dominantes, volubles y enfermas bajo todo el abanico de las descripciones psiquiátricas que pretenden imponer su voluntad. Tu
decides cómo reaccionas a esto. Tomarán lo que te corresponde, a la fuerza, aunque no lo
permitas. La opción está clara: lucha o retirada, ante dejarse llevar o plantar cara, siempre: ¡hacerse valer!
ALz
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