No hizo el menor amago de tocarla.
Si lo hubiera hecho, se hubiera dado cuenta de que bajo el corto vestido de
seda ella iba completamente desnuda. La tela resbalaba sobre sus pezones,
estimulándolos, enhiestos, pero él no se dio cuenta de nada. No le había convocado para que la tocase, ni siquiera
para que la mirase, sino para que la oyera y luego ya veríamos; y comenzó
enseguida a hablar. Craso error. En consecuencia, él ni la tocó, ni la miró, ni siquiera la
escuchó. Y mucho menos la entendió. Y no hubo nada que ver.
Cuando una mujer tiene algo que
decir que ataña a sus sentimientos, más le vale que aprenda a resumirlo en
dos minutos y que ensaye palabras sencillas para explicarlo. Ése es el tiempo
que un hombre está capacitado para prestar atención a tan espinoso tema y él ya
se había abstraído cuando ella apenas había comenzado a calentar su discurso
emotivo. Enseguida comprobó que a él le resultaba muy incómodo escucharla, que decía no
comprender por qué ni de qué forma la había ofendido, y que tenía una prisa inusual
por acabar el trance e irse. Abrevió, y en consecuencia, le dio carretera. Es
el único lenguaje que él iba a entender, y noqueado, obviamente no iba a hacer nada por revertir la situación o evitar el desenlace.
A los pocos días ella, tomando un
gin-tonic con una amiga en una terraza, le contó por encima por qué le había dado carretera al tío que se follaba, y que su cuerpo lo añoraba. A la segunda copa convinieron que los hombres no
tienen sentimientos, ni sienten la menor empatía humana. Que dirán que las mujeres son muy
enrevesadas, pero es que ellos sólo comprenden las cuatro emociones elementales: ira,
alegría, sorpresa, aceptación; y, algunos ni siquiera saben que las dos últimas
existen. Ah, y que se suba o que no se levante, eso sí. Y que si mezclas más de una y en varios
sentidos, complicando la ecuación, ellos no se enteran del lenguaje sentimental
y son incapaces de reconocer las emociones en los demás, especialmente en las demás.
A los pocos días él, tomando unas
cañas con un colega en la barra del bar, le contó por encima que le había dado
carretera a la tía que se tiraba. A la segunda caña coincidieron que las mujeres eran todas igual de
complicadas, ¡serán las hormonas, joder! y que no hay quien las entienda; que aquélla no estaba contenta
sólo con follar y que le pedía más atenciones de las que él estaba dispuesto a dar.
—¡Guau, mira! ¡Pero qué buena que está ésa que pasa por ahí enseñando cachaaa! ¿Qué paasa?
—Pues ná tío, que además quería verme ca 2 x 3 y que la comprendiera, qué sé yo.
—¡Jo, qué miedo! Eso suena a relación o a excusa, ¿no?
—¡Uf, eso sí que noooo, vaya rollo chaval!
—¡Calla, calla! Pues a otra cosa tío, pasa; a buscar otro coño.
—Por eso. Oye tío, ponme otra caña.
—¡Guau, mira! ¡Pero qué buena que está ésa que pasa por ahí enseñando cachaaa! ¿Qué paasa?
—Pues ná tío, que además quería verme ca 2 x 3 y que la comprendiera, qué sé yo.
—¡Jo, qué miedo! Eso suena a relación o a excusa, ¿no?
—¡Uf, eso sí que noooo, vaya rollo chaval!
—¡Calla, calla! Pues a otra cosa tío, pasa; a buscar otro coño.
—Por eso. Oye tío, ponme otra caña.
¿Caña o coño?
(Ahora que lo pienso)
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