Llamarte, encontrarte, y
Quedarte.
Quedadas con arte. Encuentros de gente para observar, caminar, buscar el sitio, encontrar el motivo, sentarse, dibujar, practicar, pintar, beber, comer, aprender, enseñar, hablar, reírse, pintar, bailar, escuchar música, en total libertad para irse o para quedarse.
Proponemos un tema. Una meditación. Un ejercicio. La idea de la última quedada con arte ha sido
Amemos a nuestro niño artista.
Para empezar hay que encontrar el niño o la niña que hemos sido. Rescatarlo del fondo de la memoria, porque forma parte de nuestra personalidad. Es nuestra persona, la personita que un día fuimos y todavía somos. Así que para comenzar, hablamos y nos contamos cómo es nuestro niño artista. Yo te cuento mi experiencia:
Me encanta mi pequeña niña artista. Puedo verme con mi pelo rubio, el flequillo sobre los ojos, las coletas, la coca, los lazos, los vestiditos y las rebequitas de punto, puedo verme con los calcetines de perlé hasta la rodilla, o con leotardos, en invierno; pero siempre en minifalda. Así era yo: una niña sesentera, monísima, listísima y presumida, y conservo muchas fotos de aquel tiempo, para que nunca me olvide.
Era una artistilla que no paraba de dibujar, en casa y en el cole. Mejor dicho, cuando por fin me dejaron ir al cole, porque antes no era como ahora, que a los tres años ya te meten en el preescolar; bueno, yo tenía muchas ganas, mientras tanto copiaba las letras de los cuadernos Rubio de mi hermano. Al comenzar el colegio, aprendí a leer en una semana; fuí la sensación del colegio, en manos de mi querida maestra doña Nieves Marí, a la que adoro y abrazo y cada vez que veo. Hasta el bachiller, mis libretas estaban ilustradas con un montón de dibujitos, (algunas todavía las guardo, como las de biología); también llené decenas de blocs con los lápices de colores. Copiaba los dibujos que me gustaban hasta que me salían bien. Dibujaba unas niñas de ojos enormes que riéte del manga. En casa, todo el mundo me aplaudía, y mi artistilla se expandía. ¡Qué bien pinta mi niña! Era cierto, estaba orgullosa. Me pasaba horas dibujando, leyendo libros de arte en la biblioteca, jugando con materiales, pegando trocitos de cartulinas, maderitas, arena de la playa, conchitas... bueno, todavía lo hago.
De forma natural, he crecido rodeada de papeles, cartulinas y lápices de colores; rotuladores, ceras, témperas, lo que se terciaba; así como de toda clase de artilugios que descubría fascinada en la papelería. Atesoraba los botecitos de colores como otros atesoran pequeñas joyas. Tenía algunos que valían lo suyo: los dosificaba y exprimía hasta la última gota. Claro que bastantes se me secaron, hubo pinceles que se fosilizaron, inventaba paletas de cualquier cosa, era un poco desastre para el orden y qué se yo. Lo normal, me imagino.
La artistilla fue creciendo. Aprovechaba mis viajes para descubrir materiales, ver cartas nuevas, acumular láminas, pinceles, bastidores... En mi pueblo, la primera tienda de pinturas artísticas la abrieron no hace demasiado, tendría unos catorce años. Iba bastante, aunque no mucho, el dueño era un tipo bastante estirado y yo una chiquilla preguntona, y normal que no me hicieran mucho caso; al menos me dejaban mirar y a menudo compraba algo. Siempre fui buena y nunca pispé nada, aunque ellos creo que desconfiaban. Si los precios no hubieran estado por las nubes hubiera comprado casi todo de todo. Por eso cuando iba a la city, con tiendas kilométricas, abarrotadas de buenos materiales y a buenos precios, cargaba. Incluso lo que no usaba.
Recuerdo el verano del descubrimiento de la pintura de verdad, la auténtica pintura de mayores. Mis primeros óleos fueron los regalados por un familiar que vino a trabajar un verano y que tenía esa afición. Tenía doce años, lo recuerdo bien. Los niños no pintaban con eso tan pringoso. Tuve ocasión de observarle mientras pintaba. Dos cuadros, dejó: un caballo blanco con fondo azul marino para mi madre y un payaso para mí. Muy bien hechos, por cierto. Cuando no estaba en casa, yo pintaba con sus colores. No me planteé que fuera difícil o que me saliera un bodrio: pinté un volcán y la cara de una muñeca en un bastidor pequeño. En los ojos y labios acumule montañas de pintura: quería hacerlos voluminosos como un bajo relieve. Me gustaba la plasticidad de la pintura al óleo, el olor a esencia de trementina y los trapos manchados.
Cuando él se fue, me dejaron conservar aquella habitación como estudio y creo que fue un privilegio. Recuerdo que hice mi primer caballete con unos tablones, una bisagra mal atornillada y una cinta del pelo blanca para que no se abrieran demasiado las patas. Una tabla horizontal bajo el bloc que se sujetaba por los pelos, y gracias a las pinzas del tendedero.
Aún así, dibujaba más que pintar. Mis amigas posaban para mis dibujos. Recuerdo mis primeros desnudos a lápiz, y el miedo a que entrara alguien y nos sorprendiera. Me encantaba pintar espaldas y trazar hilos de pintura marrón para las melenas, nunca dejé los óleos. (Sí, los conservo todos.) Recuerdo mi fascinación en dibujar las manos y los pies finos de mi mamá; ella posaba resignada pero orgullosa. Tengo en mi armario unos pies y manos suyas pintados en óleo con blancos y negros que cualquier día sacaré e incorporaré a una obra nueva. Era guapísima, por dentro y por fuera.
Mi artistilla adoraba los botecitos de pintura. Tenía ideas, buenas, malas, locas y descabelladas. Probaba con todo. Creatividad no es lo que le faltaba. Y ganas de dibujar una y otra vez lo mismo, hasta que salía como quería. Así era mi niña.
Todos los que llevamos el arte de dentro, tenemos una historia parecida: recuerda la tuya con cariño, porque es parte de tí. A menudo me encuentro con personas que dejaron "esa afición" dormida y hace años que no cogen un lápiz ni un pincel, sumidos en sus oficios y asuntos mundanos. Siempre intento que vuelvan a expresarse con colores, y a menudo a forma de arteterapia. Es mi humilde contribución ayudando a los demás.
El problema de nuestro "niño artista" es que le juzgamos antes de comenzar a jugar con sus ideas. Dejémosle hacer. A menudo le falta valentía para hacer frente a las críticas interiores, porque tú eres el peor crítico de tí mismo. Tus críticas están construidas con las palabras de quienes te juzgaron un día, con sus sentimientos, percepciones y a veces... con su mala leche. (No me extraña, si te dedicabas a ensuciar las paredes del pasillo de tu casa.)
Pero ahora es diferente. En tu casa ya mandas tú. Una forma de hacer frente a esas palabras interiorizadas es escribirlas, hacer una lista. Y recordar quién te las dijo, y en qué circunstancias. Recordarlas, para poder comprenderlas, y después... borrarlas. Tacharlas, y tirarlas a la basura.
No necesitas esa voz crítica, no te aporta nada positivo. Hay que dejar salir todo, sin juzgar. Expresarse, bien o mal, da igual. Lo importante es expresarse con colores. Ya verás lo bien que te sientes mientras tanto.
Pintar quita todas las penas.
ALz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario